Cimarrón en su contexto cubano

Palabras de Luisa Campuzano durante un panel sobre el 50 aniversario de Biografía de un cimarrón, que formó parte del programa de ciclos de  conferencias “Aniversarios de acontecimientos literarios”, que tuvo lugar el 21 de noviembre en el Colegio Universitario de San Gerónimo.

Como siempre ha recordado Miguel con mucho cariño, y yo se lo agradezco invariablemente, hace cincuenta años publiqué en el recién fundado Caimán Barbudo una de las primeras reseñas de Cimarrón, surgida de lo que había significado para mí el impacto, el deslumbramiento causado por la revelación vívida, conmovedora, de ese vergonzoso, traumático pero también heroico pasado de la nación que había conocido de la mano de Juan Pérez de la Riva en los años en que trabajé con él en Colección Cubana de la Biblioteca Nacional.  La historia de la gente sin historia, como la denominara Juan, me era narrada ahora directamente, sin ningún intermediario, a mí, una destinataria sorprendida, ávida, cautiva, invitada a instalarme como oyente, como interlocutora silenciosa, en el espacio que tan generosamente me ofrecía un  texto hablado como conversación, con pausas, con silencios, y lleno de respuestas que no habría encontrado en los libros, respuestas a las preguntas que tantas veces nos habríamos hecho o que no nos habríamos atrevido a plantearnos o no se nos habría ocurrido hacerlo.  Un relato, que además, se expresaba en una lengua llena de sustantivos, frases, giros, matices que nos eran al mismo tiempo novedosos y familiares, actuales o pretéritos, con esa prosodia entrecortada, en esa tonalidad coloquial que nosotros todavía habíamos alcanzado a escuchar en la voz de los viejos de antes que tanto supimos apreciar en nuestra niñez, tan desprovista de aparatajes eléctricos y electrónicos, pero tan llena humanidad, de gente.  La narración sin aparentes tapujos, pero con sus misterios y triquiñuelas, de un viejo negro centenario, que había sido esclavo, cimarrón y soldado del Ejército Libertador.  Un viejo que vivía a cuadra y media de mi casa de la Víbora, en el Hogar del Veterano.  Un viejo frente al cual  yo había pasado durante años camino del colegio sin prestarle mucha atención, devolviéndole tal vez en ocasiones, desde la otra acera, con respeto, pero nada más, su saludo; o no distinguiéndolo del resto de sus cada vez más escasos compañeros cuando el 10 de octubre, el 24 de febrero o el 20 de mayo íbamos con los condiscípulos del Instituto Edison a homenajearlos en medio del alboroto de bajar en grupo la loma de Felipe Poey.

Recientemente he releído, con unos estudiantes, parte de Cimarrón: los primeros años de Esteban y la vida en el ingenio, y aunque tanto ahora como en cada ocasión en que he vuelto a este unicum de la literatura universal se despiertan en mí viejas emociones, de todas ellas la que me gana y me embarga es la nostalgia, porque aunque quiera ya no puedo leerlo como cuando lo tuve por primera vez en mis manos, cuando, recién publicado, Miguel me lo llevó, con una preciosa dedicatoria, a la Escuela de Letras.

Y es que entre aquel lejano entonces, y mis sucesivos rencuentros con sus páginas, han pasado no solo muchos años, sino muchos estudios, muchas teorías, mucha distancia crítica, mucho ir y venir profesional que apagan implacablemente el placer de una lectura fresca, ingenua, feliz.
De modo que lo que hoy me he propuesto traerles es un acercamiento al tiempo en que se escribe, se publica y, sobre todo, se lee Cimarrón, a su contexto nacional y su influencia decisiva en la canonización del testimonio latinoamericano.

El impacto del triunfo revolucionario, a más de sus múltiples consecuencias inmediatas, y perspectivas futuras, hizo resurgir en el imaginario colectivo la heroicidad del pasado, tanto del más cercano, casi contemporáneo, como del más remoto. Recordemos la caballería mambisa con que Camilo entró en La Habana al frente de campesinos que poblarían con sombreros de yarey y machete en mano la Plaza de la Revolución el 26 de julio de 1959. 
Así, en el campo literario cubano de los primeros sesenta y en su correlato editorial es fácil encontrar textos recientes o pretéritos con marcados objetivos políticos, que actualizaban, revisaban, visibilizaban la historia nacional desde la perspectiva o desde la escritura de sus protagonistas del presente o del pasado.  Sin duda el más relevante de ellos, como todos recordarán, fue Pasajes de la guerra revolucionaria, del Che, de 1963.  Y como el Che no solo hubiera recomendado a los combatientes del Ejército Rebelde, sino también a los alfabetizadores que recogieran sus experiencias, se multiplicaron los textos que daban testimonio del presente de luchas y de distintos tipos de campañas libradas por un pueblo entusiasta en el que los jóvenes marchaban al frente.

Por eso no deja de ser significativo que la revista Casa de las Américas publicara muy tempranamente dos textos testimoniales sobre la Campaña de Alfabetización, en 1961 el de un escritor, traductor, fundador de revistas que había participado en ella: Pepe Rodríguez Feo; y en 1963, el de una alfabetizadora popular: Matilde Manzano.   Tampoco debía de haber sorprendido que en 1962 el premio de novela concedido por mayoría en su casi recién estrenado certamen recayera en Maestra voluntaria, de Daura Olema, texto que por su estatuto híbrido, en buena medida testimonial, desconcertara a sus primeros críticos y lectores.   Y para seguir con Casa de las Américas,  recuerdo que ya en los primeros años de su catálogo editorial aparecen dos textos testimoniales.  Uno, debido a Lisandro Otero, de quien se publica en 1960 un largo reportaje: Cuba ZDA, o sea, zona de desarrollo agrario.  Y otro,  La favela, o Quarto de despejo, de Carolina María de Jesús, diario o  memorias de una cartonera de Sao Paulo, que en 1966 será uno de los primeros libros incluidos en la colección Literatura Latinoamericana, solo destinada a reunir  las obras canónicas de las letras del continente.

Entre las memorias aparecidas por esos años anoto también una que fuera premiada por el ICAIC como guión cinematográfico en 1961, y luego publicada en 1963 por Ediciones Unión: Primeros recuerdos de Araceli de Aguililla.  Y muy especialmente, la aparición en su primera edición, de 1963,  por la Universidad de Las Villas, de Memorias de una cubanita que nació con el siglo, de Renée Méndez Capote, quien gozaba desde los años treinta de gran prestigio intelectual y político en nuestro  ámbito cultural, al cual regresaba con este texto extraordinario, que en su segunda edición por la colección “Bolsilibros” de la UNEAC, de 1964, llegará a ser uno de los libros más leídos y elogiados por la crítica cubana de la época, y un clásico de la autobiografía hispanoamericana.  No olvido que su primera lectura produjo en mí un hechizo que me llevó a recordarla explícitamente en aquellas lejanas páginas sobre Cimarrón , porque veía en las Memorias de la cubanita, en su querer y no querer un pasado conflictivo, en su lenguaje, en sus descripciones minuciosas de los objetos y costumbres, de las ilusiones y reveses de la vida cotidiana de una época, en la expresión raigal de su pensamiento siempre rebelde, toda una manera de entender  una historia que no era la oficial pero que era tan imprescindible como la que nos ofrecían Esteban Montejo y Miguel Barnet.

Por otra parte, en aquellos primeros sesenta se desarrolla con Ambrosio Fornet un camino que será muy influyente: el del rescate de lo que él llamara «literatura de campaña», a partir de dos libros referidos a la guerra de los diez años que fueran publicados en 1890: un testimonio directo, sin mediación: A pie y descalzo […] de Ramón Roa, y otro mediado, Episodios de la Revolución cubana, escrito por uno de los más notables autores de fines del XIX, Manuel de la Cruz, a partir de testimonios de veteranos de esa primera contienda.

Es obvio que A pie y descalzo y los Episodios, editados y leídos en los años en que se estaba decidiendo, bajo el acicate de José Martí, el inicio de la segunda guerra de independencia, tuvieron en su momento una función movilizadora, eminentemente política, frente a la ofensiva conservadora de las tendencias autonomistas que promovían una perpetuación ‘light’ del dominio colonial.

El 13 de marzo de 1965 Fidel había reclamado enfáticamente la recuperación del pasado para la consolidación del presente: «Nosotros entonces habríamos sido como ellos, ellos hoy habrían sido como nosotros», y es en este contexto en el que se va a producir la creación, por Fornet, en la editora del Consejo Nacional de Cultura, de la colección «Literatura de campaña», cuyo primer título es El viejo Eduá, texto escrito en 1892 por Máximo Gómez, en el cual el generalísimo  rememora la figura y acciones de su asistente, un negro viejo que fuera esclavo, cimarrón y combatiente en el Ejército Libertador.  A ellos se sumaron las reediciones de diarios de campaña del 68 y el 95.  Pero al mismo tiempo se escriben, reeditan o rescatan, a más de textos producidos durante las guerras de independencia, los testimonios de revolucionarios de los años 30 o de quienes participaron en la Guerra civil española.  En ellos se subvierte la historia oficial o se completa con facetas antes invisibilizadas.  Son ejemplos notables La Revolución del 30 de fue a bolina (1969), de Raúl Roa, Tiene la palabra el camarada Roa, larga entrevista sobre esta temática que le concede a Ambrosio Fornet (1969), y, sobre todo, los textos de Pablo de la Torriente Brau: Aventuras de un soldado desconocido cubano,  Peleando con los Milicianos (1968) y, en particular, Presidio Modelo, excepcional testimonio de la cárcel, cuyo manuscrito conservaba Roa y se da a conocer en 1969.

Otra vertiente importante de este substrato nacional del testimonio, fundamental en nuestro caso, es la etnográfica, nutrida por las enseñanzas de Fernando Ortiz y de Lydia Cabrera en su trabajo con informantes.  A ellas habría que sumar la impronta de la escuela de Robert Redfield introducida por su discípula Calixta Guiteras, de quien se publicara en los 60 en Estados Unidos y México su libro Los peligros alma: visión del mundo de un tzotzil, aparecido posteriormente en La Habana.

Al constituirse a comienzos de los 60 el Instituto de Etnología  y Folklore, dirigido por Argeliérs León y del que sería asesora Calixta, surgen dos proyectos destinados a preservar, no solo por razones científicas, sino también por su carga política, la cara oculta de zonas marginales o la experiencia de grupos olvidados a los que los investigadores aplicarían instrumentos rigurosamente diseñados para obtener sus historias de vida.  Es así que se propone, por una parte, trabajar con habitantes de un barrio marginal de La Habana en proceso de desaparición: Las Yaguas – que ya había suscitado el interés de la lente de Walker Evans (1933) y del antropólogo Oscar Lewis (1946, 1960) –,  y documentar su tránsito a nuevas viviendas.  De ahí surgen textos como Manuela la mexicana, de Aida García Alonso (1968),  y Amparo, millo y azucena, de Jorge Calderón (1970), que tendrán, sobre todo el primero, marcada relevancia en esta arqueología del testimonio.

Hay, como decía, un segundo proyecto, destinado al mismo fin de preservar la memoria y la experiencia de protagonistas o grupos olvidados,  el cual consistía en entrevistar a centenarios, según una guía temática cuidadosamente organizada.  Y de ahí surge en 1966 Biografía de un cimarrón, publicado por el referido Instituto con un prólogo en el cual el autor expone las características de su trabajo y de su método como propios de una investigación etnográfica.

Pero muy pronto, casi coincidiendo con su publicación, el libro gana independencia,  se libera de la marca etnográfica, deja de ser exclusivamente un documento científico para convertirse en un texto literario, leído como se lee una ficción, solo que en este caso el lector no tiene que pensar que tal vez el autor ha basado su ‘novela’ en un personaje y unas situaciones y experiencias reales, y que ha adoptado giros y voces correspondientes a estos, sino que su protagonista existe, que le ha contado su vida, que el autor la ha grabado, la ha transcrito, la ha editado…

Poco tiempo después Miguel Barnet decide otorgar una nueva denominación, la de novela-testimonio, a lo que ya también fuera de Cuba había sido ampliamente leído como ficción, y comenzado a desatar la que sería una de las grandes tormentas teóricas dentro del trascendental ascenso del testimonio en las letras latinoamericanas.  Se trataba de los problemas éticos e ideológicos que implica la transcripción del otro, de las relaciones entre emisores y editores.  La famosa pregunta de Gayatri Spivak sonaba como un memento mori dirigido a la legitimidad del testimonio y sus estudios.   ¿En verdad podía hablar el subalterno?  ¿Qué es lo que nos llegaba de su voz mediada por la escritura del editor, de la editora?  De regreso a lo más estrechamente literario, ¿cuáles eran, por tanto, los problemas epistemológicos y retóricos implicados en la transcripción de estos discursos?  ¿Cómo llevar la oralidad a la escritura?  ¿Cómo el texto se convertía en libro, qué paratextos introducía el editor, la editora, es más, la editorial?   ¿Cuál era, de nuevo, la relación entre verdad y ficción, lo fáctico y lo ficticio? ¿Cómo se narraba y cómo se leía el testimonio? ¿Cuál era su recepción?  ¿Cómo influía, estaba influyendo en géneros literarios canónicos?

Y a ello había venido a poner fin la nueva definición propuesta por Miguel, la de novela-testimonio, ampliamente acogida por la crítica.  Un híbrido en que la ficción, con sus recursos y procedimientos literarios, y la realidad, lo fundamental, el meollo, se complementan.  No mucho después,  y ahora cito de memoria, cuando se le preguntó por su Canción de Rachel, dijo, dando la que para mí es su mejor definición, que su texto era la vida de Rachel tal como ella se la había relatado y él se la había narrado después a ella.

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